Juan Vicente Yago Martí
El
compañero
cobarde va junto al o a continuación del jefe tonto. Es una
consecuencia, un reflejo, un correlato, un comportamiento, un algo
que suele orbitar el espectro mediocrizante del tirano banderas; un
fauno de apariencia neutral que acoge al compañero nuevo, hace
buenas migas con él y hasta comparte confidencias; un principio de
amigo que se ofrece generosa y espontáneamente como cicerone
por el intrincado laberinto de intereses, camarillas, enredos,
falsedades y trapisondas que viene a ser todo entorno laboral. Un
colega fiable y un apoyo firme cuya integridad y solidez, sin
embargo, tienen su talón de aquiles: el compañero cobarde se
desvanece, se volatiliza, tan consistente que parecía, en cuanto el
compañero nuevo incurre, por ignorancia unas veces, por torpeza o
precipitación otras, en un desagrado cualquiera, en un mínimo
agravio, en el más pequeño reproche del jefe tonto, figura triste y
esterilizante a la que dedicamos hace poco un breve monográfico.
Esto pasa porque la proximidad y la empatía del compañero cobarde,
como su nombre compuesto indica, está limitada por el miedo, por el
pánico, por el enorme canguelo que le inspira el jefe tonto. Es la
primera decepción que se lleva el nuevo; el primer escalón de su
propio descenso a la esclavitud, a la nulidad, al aborregamiento y al
susto: la constatación de que más allá de la férula jefesista no
hay compañero sino compañero cobarde, que vale tanto como arrimo
falluto, arena movediza y espalda inconmensurable. Cuando el
compañero cobarde ve al compañero nuevo caído en desgracia
jeferrona se viste de camuflaje, se pone de perfil, se vuelve
huidizo, inaccesible; ya no está casi nunca en la sala común, ya no
hace los itinerarios que hacía, ya no se lo encuentra uno por el
pasillo; lo ve de lejos, esporádicamente, siempre a una distancia
bien calculada —esa distancia justa que imposibilita el contacto,
el cambio de impresiones, el parrafito casual—. Es la invisibilidad
sobrevenida, el repliegue, la espantada, la deserción, la
desafección y la palinodia del compañero cobarde, temerosísimo del
anatema jefenudo. No hay amistad que valga frente al peligro de
perder la nómina; o quizá sí, pero no es la del compañero
cobarde. La del compañero cobarde, al principio, es tan sincera e
inocente como la que más, y puede seguir así todo el tiempo que
haga falta siempre que las cosas marchen bien, que nada se tuerza y
que no gruña el jefe. Y si el compañero nuevo, por una de aquéllas,
lo acierta, si logra el chilindrón del reconocimiento jefáceo, allí
estará, oficioso, lagotero, nauseabundo, el compañero cobarde. Pero
si, en cambio, el nuevo es amonestado, reconvenido, reprendido,
humillado por el jefe tonto —es una constante del jefetontismo—
sólo encuentra, cuando se vuelve a diestra y siniestra, del cobarde
la sombra, el vacío y la nada. No hay chicha en el compañero
cobarde. No hace honor a la expectativa que suscita. Es un fraude
gremial, un chasco personal, una lealtad apócrifa, una esperanza
frustrada, una confianza de pega, una deplorable falsificación, una
bochornosa excrecencia del jefe tonto. Entre las cosas más tristes
del mundo está la defección del compañero cobarde, la carrerilla
de hiena con que se va, se desentiende, se aparta de aquél a quien
acogió con albricias y zapatetas. La pasta es la pasta, con las
cosas de comer no se juega y el afecto era fingido, e incluso puede
que fuese verdadero, con lo que la escena tomaría un cariz
espantosamente mezquino, abominablemente retorcido, insoportablemente
cobarde. Porque de un compañero cobarde puede uno esperar cualquier
bajeza, pero lo malo —más que la cobardía misma y las bajezas que
motiva— es que no lo ve uno venir hasta que la comete; que se
confía uno, y vive feliz con el compañerismo hasta que mete la pata
—o no la mete, pero al jefe tonto se lo parece— y entonces
descubre la fantasmagoría, el espejismo y el sobresalto que había
tomado por un compañero. No hay antídoto, fuera de la experiencia,
para estas alucinaciones; de manera que no será ocioso consignar
aquí el principio, fruto del más riguroso empirismo, de que allá
donde hay un jefe tonto puede haber —aunque no necesariamente lo
haya— un compañero cobarde. Y tampoco estará de más apuntar,
como aviso de navegantes, lo extremadamente contagioso que resulta el
cobardocompañerismo y lo muy probable que, por tanto, es encontrar
más de un compañero cobarde por lugar de trabajo. Una perspectiva
sombría que, por otra parte, no debe afligirnos. Bastará con que
cada cuál entre, cuando estrene colocación, hecho un Argos, ojo
avizor sin que se note y atisbando, primero que nada, si el jefástulo
es o no tonto. El compañero cobarde, que primero es compañero y
luego es cobarde, pero nunca las dos cosas a la vez, abandona el
compañerismo y abraza la cobardía tan pronto ve asomar las orejas
del vestiglo jefesote —donde vestiglo alegoriza la estolidez
monstruosa y jefesote conserva su sentido literal—; tan pronto
vienen mal dadas, husmea el peligro y teme, insolidario, cobardón,
calzonazos, que lo salpique la furibundez gerente. Quien tiene un
compañero de trabajo tiene un tesoro, dicen; pero cabe añadir, a la
luz de la experiencia, la condición sine
qua non
de que no lleve la espoleta cobarde, que no tenga ese disparador que
salta cuando el nuevo, el protegido, el amigo recibe los primeros
vergajazos del tonto jefe; porque si lo tiene ya no es un compañero
a secas, que son los que valen, sino compañero con carga, con
detonador y con inficionadura de cobarde: un falso asidero que cederá
con el primer agarrón. Hay que tener un sexto sentido, una intuición
finísima para calar al compañero cobarde; y tampoco. Nada nos
inmuniza contra el chasco desolador del compañero cobarde, terrible
desgracia que viene a completar la otra desgracia, no menos terrible,
del jefe tonto. Es como la propina, el colofón y la puntilla, o la
guinda que remata la tarta españolona, el misterioso esoterismo
castizo que recomplica entre nosotros las condiciones de trabajo. No
podrás zafarte del compañero cobarde, pero sí ponerte una cota de
acero que amortigüe la colleja; un básico —el estoicismo de toda
la vida— que no debe faltar en cualquier fondo psicológico de
armario. Cuando veas que se aparta, que se va, que pone cobardía de
por medio, desempolva el currículum y actualízalo.
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