Francisco López Porcal Aprieta el primer calor de julio. Cruzo el paso de peatones y alcanzo la
glorieta del bulevar. Reclinado en la fuente central, el continuo borboteo del
agua y la frescura de los plátanos de sombra apaga el bochorno matinal. Detrás
de una de las figuras de bronce junto a los surtidores, aparece la silueta
inconfundible del profesor Maurice Clichy.
Menuda calina tenemos hoy, le digo.
Aquí se está fresco, ha elegido buen sitio. Además, le cobija un gran impulsor
de las reformas urbanas que tanto precisaba esta ciudad en el XIX. En
agradecimiento surgió este monumento conmemorativo. Bien lo sabe Clichy. Aunque
también sabrá usted que no corren buenos tiempos para las estatuas. Cierto,
demasiada gente arrogándose una superioridad moral blandiendo el dedo acusador
hacia figuras que hasta ahora permanecían ajenas al tumulto inquisidor,
ignoradas incluso por esa masa incontrolada que las mancilla y derriba.
Antes de llegar a este extremo, continúa el profesor, deberíamos
preguntarnos si un personaje histórico mejoró o empeoró el mundo. En este
sentido nadie debe apropiarse del criterio de decidir por otros fuera de un
determinado contexto histórico. Si encima aceptamos que la debilidad es
intrínseca a la condición humana, me parece que pocos personajes podrían
librarse del enaltecimiento en nuestras calles y plazas.
Si esta premisa no la
reconocemos, seríamos capaces de destruir el Teatro romano de Mérida o
cualquiera de los monumentos clásicos de España por la sencilla razón de haber
utilizado esclavos como mano de obra, o por considerar a los romanos un
pueblo invasor y colonizador. Fíjese que
hasta el mismo diablo, como ángel caído, tiene en el Retiro madrileño una
hermosa figura en bronce, Premio Nacional de escultura y objeto de admiración
en la Exposición Universal de París. Ya ve, toda una incongruencia, ¿no le
parece?
No me hable de incongruencias, profesor. Ya sufrimos en 1936 la
violencia iconoclasta incapaz de contemplar la obra de arte de manera objetiva,
en su justa manera estética, emprendiendo una lucha simbólica que derivó en una
visión subjetiva y emocional de la imaginería religiosa.
No olvide, dice
Clichy, que el poder de los símbolos radica en las ideas que representan, de
ahí su poder de atracción y lealtad. Lo que hace suponer que estas situaciones sean
cíclicas, basta una chispa y …
Visualizo ahora con tristeza aquella tarde en la
que el fuego avanzaba vorazmente sobre la cubierta de la Catedral de Nôtre Dame
de París, el hogar de Quasimodo, el personaje que creara Víctor Hugo para su
novela homónima, en la que destacaba esa misteriosa armonía entre la fealdad
del joven deforme y la belleza del gran edificio catedralicio.
La impotencia de
la multitud congregada ante el templo en llamas era visible en los semblantes de
las personas que con el canto del Je vous salue, Marie imploraban la
salvación de uno de los grandes símbolos de la cultura europea y de sus raíces
católicas.
Sería bueno, profesor, que nos preguntáramos con una visión crítica a la
vez que respetuosa si en nuestras calles y plazas deberían situarse estatuas
cuyos personajes hayan ejercido comportamientos incívicos desde su vertiente
personal, aunque ejercieran un gran servicio al país y a la comunidad. Oiga, es
una buena reflexión, pero me temo que si seguimos a pie juntillas este supuesto
nos encontraremos con no pocas sorpresas al averiguar los defectos y
contradicciones que han revoloteado sobre la vida de grandes figuras.
No hace
falta ir muy lejos en este asunto, tercia Clichy. En el mundo actual nos sacuden
noticias de insospechadas caídas. Personalidades del saber, de la ciencia, del
arte, así como del ámbito institucional, entronizadas, laureadas y magnificadas
en el altar de la consideración y el triunfo han caído hoy al fuego de la
sospecha y por tanto del descrédito. El pedestal de su éxito era tan firme como
la piedra que sujetaba las estatuas derribadas. Y sin embargo, el impacto de la
noticia es similar al estruendo de su caída al suelo.
Ni Cervantes se ha librado de la polémica, Mr. Clichy, le insisto. Es
curioso, dice el profesor, que el creador de Don Quijote, cuyo personaje
se pasa la vida liberando cautivos y deshaciendo entuertos, sea acusado de
defender la esclavitud. Me parece que estos movimientos iconoclastas están
viendo gigantes cuando en realidad son molinos de viento. Es el engaño a los
ojos, Clichy. Mejor diga, la tremenda ignorancia histórica que sufren.
Antes de marcharse, el profesor elevó su mirada hacia la figura en lo
alto del pedestal. Espero que se respete su memoria y sus convicciones
políticas porque hizo mucho por esta tierra. Y se marchó. Le seguí con la vista
y contemplé la curva más bella de la ciudad, un bloque modernista dotado de una
secuencia de balcones que se articulaban en los estilizados miradores del
chaflán. Verdaderamente me encontraba en el bulevar más cosmopolita.
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