Susana Gisbert. /EPDA Leía no hace mucho que mi generación, junto con varias de las que la precedieron y todas las que le siguen, hemos tenido la fortuna de no vivir ninguna guerra. Nuestra Guerra Civil acabó en 1939 y ya quedan pocas personas vivas que la hayan padecido en sus carnes, aunque sí quedan muchas personas que vivieron sus consecuencias. Para quienes sufrieron aquello, la paz era un bien tan preciado que fue la razón para sacrificar muchas otras cosas, la libertad entre ellas.
Para quienes no lo vivimos, la paz se convirtió en algo tan normal que no podemos concebir algo distinto. Las guerras eran algo que ocurría en otro tiempo o que sucede muy lejos, tanto geográfica como culturalmente.
Pero las cosas ya no son así Hace ya más de dos años, empezaba lo que hoy llamamos Guerra de Ucrania. La invasión rusa del territorio ucraniano nos mantenía pegados al televisor durante varios días, con la sensación -o quizás la esperanza- de que aquello terminaría en poco tiempo. No fue así, y hoy nadie se aventura a predecir cuándo y cómo pueda acabar aquello. Y, tal vez lo peor, ya hace mucho que dejamos de pegarnos al televisor para saber qué pasaba, y nos hemos resignado a que la guerra siga. Una guerra que está casi a las puertas de nuestra zona de confort.
No solo eso. Hace ya más de medio año, los tambores de guerra nos sacaban de la comodidad de nuestros sofás. Esa zona que muchos ni siquiera saben colocar en el mapa, llamada franja de Gaza se convertía en el dantesco escenario de otra guerra cruel, cuyo desencadenante fue un no menos cruel atentado terrorista. Y tampoco en este caso sabemos cuándo ni cómo va a acabar esta tragedia.
De pronto, estas generaciones que no habíamos vivido guerras, escuchamos sus tambores mucho más cerca de lo que quisiéramos. Incluso hay países que se plantean implantar el servicio militar obligatorio, la “mili” de antaño. Una prueba evidente de que la cosa no está tan lejos.
No obstante, lo que más me entristece es la capacidad que tenemos los serse humanos de acostumbrarnos a las cosas, de resignarnos a que pasen como si fuera algo inevitable. O, lo que no sé si es peor, a cerrar simplemente los ojos y mirar hacia otro lado. Tras esa primera época en que estamos pendientes de las noticias sobre ello, dejamos de hacerle caso tratando de autoconvencerse de que eso tampoco nos afecta.
Y nos afecta. Y como no reacciones quienes pueden hacerlo, más nos podría afectar.
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