Toni Quintana Vivimos en un mundo global regido por las grandes magnitudes, donde el tamaño, la dimensión, el número de visitas, de seguidores o de “me gustas” en las redes sociales parecen haberse convertido en valores supremos. Quizá por eso, creo que no está de más detenerse un momento y volver la vista hacia lo pequeño, hacia lo aparentemente pequeño, y descubrir que también puede albergar grandeza.
El caso de las llamadas microbodegas, o pequeñas bodegas de carácter artesanal, podrían servirnos perfectamente de ejemplo de que el tamaño no es siempre lo más importante y de que, con frecuencia, como dice el viejo adagio, “menos o es más”. Las microbodegas han empezado a convertirse en un fenómeno de sumo interés en un sector como el vitivinícola que se ha caracterizado desde hace mucho tiempo por sus elevados niveles de producción -recordemos la tradición granelística de la Comunitat Valenciana- y en el que se ha ido generado una oferta variada y abundante a la que, con las excepciones de rigor, no siempre le resulta sencillo encontrar acomodo en los mercados a precios rentables, rentables sobre todo para los agricultores.
Las microbodegas, que se están abriendo paso con fuerza creciente, constituyen una alternativa a esas tendencias predominantes en el complejo mercado vitivinícola. Frente a las grandes bodegas, que tienen sus propios cauces comerciales y. por supuesto, también su razón de ser, las microbodegas constituyen una opción diferente que no sólo gana adeptos, sino que proporciona una serie de ventajas de diferente índole.
Salvando las distancias, quizá no sería descabellado apuntar que el origen conceptual de las microbodegas puede rastrearse en una tradición vinícola tan reputada como las de la Borgoña francesa, donde abundan las pequeñas explotaciones perfectamente cuidadas y las bodegas de pequeño tamaño, pero de enorme prestigio. Y ahí radica en gran medida la clave del asunto. No se trata de hacer mucho sino de hacerlo bien y lo que es aún más importante, con un sello propio, con valor añadido. Se trata de ofrecer un producto cuidado, de calidad, y sobre todo, diferenciado, identificable y con valores reconocibles.
Para conseguir esa diferenciación es importante, por ejemplo, apostar por variedades propias del terruño y buscar y potenciar esa identidad que lo asocie a un territorio determinado. Esta fórmula de producción y elaboración gana adeptos porque el mercado, además, está demandando esta clase de vinos que se distinguen de las producciones más masivas.
Proyectos como el de las microbodegas, si se conciben y se ejecutan debidamente, suelen proporcionar también unos mejores índices de rentabilidad de los que pueden obtenerse a través de otros caminos más trillados y no olvidemos que la rentabilidad es el factor determinante del éxito de cualquier empresas.
Además, y no menos importante, al tratarse de empresas agrarias que suelen radicarse en no pocos casos en zonas de interior la mejora de la rentabilidad genera la ilusión necesaria que propicia la incorporación del jóvenes, al tiempo que ayuda a fijar población en zonas rurales y combate, en consecuencia, el abandono de cultivos y pueblos. Si de algo no cabe duda es de que el futuro se escribe con palabras como calidad, atrevimiento e innovación y las microbodegas se basan precisamente en esa filosofía.
Comparte la noticia
Categorías de la noticia