Susana Gisbert
El
tiempo pasa volando. Aunque sea un tópico, parece que fue ayer, pero ya hace
veinte años del día que cambió el mundo. Ahí es nada. Y nada ha vuelto a ser
igual.
Era un día corriente de septiembre. Uno
de esos días perezosos en que las noticias hablaban de vuelta al cole y
síndrome post vacacional, en un mundo donde la televisión era nuestro gran
referente.
Y fue la televisión la que nos hizo
partícipes, en vivo y en directo, de un hecho tan real que parecía ciencia
ficción. Ante los ojos atónitos de millones de personas, las Torres Gemelas de
Nueva York, emblema de tantas cosas, caían entre humo y explosiones en lo que
parecía una metáfora de nuestro mundo. Lo que parecía inamovible, se derrumbaba
sin remedio.
Tardamos un tiempo en saber qué pasaba.
Se habló de un accidente pero no tardamos en conocer que no solo no era
intencionado sino que no era un acto aislado. Los aviones, símbolo de libertad,
se tornaron instrumento de muerte. Y la tranquilidad en desasosiego. Adiós zona
de confort para siempre.
Cuando lo recuerdo, me percato de lo
mucho que han cambiado las cosas en poco tiempo. Aquel día yo estaba en el
juzgado de guardia y hasta bien entrada la tarde no supe más que las cosas que
iban comentando quienes entraban y salían. Abogadas, policías o testigos
fluctuaban entre la indiferencia, la estupefacción y el pánico por la inminente
llegada del fin del mundo. Incluso había quien comentaba los resultados del
Real Madrid, que jugaba aquel día, o lamentaban la suspensión de otros eventos.
Hoy sería impensable. Desde nuestro móvil haríamos sabido, minuto resultado, lo
ocurrido. Incluso tendríamos vídeos de víctimas antes del momento fatal. Y, por
supuesto, grabaciones desde todos los ángulos posibles.
Desde entonces, además, nuestros
viajes por avión requieren casi más tiempo en tierra que en vuelo, porque hay
que superar todos los protocolos. Así fue como mi madre perdió para siempre las
tijeras que llevaba en el bolso, requisadas como instrumento peligroso, y el
hijo de una amiga se quedó sin su flamante espada láser comprada como recuerdo
en Disneyworld. Incluso una vez me quedé sin mi rimel, porque, como todo el
mundo sabe, con él podría provocar un desastre pintándole las pestañas al
piloto. Miles de cosas, a caballo entre la prudencia y la exageración, que
antes hubiera sido impensables.
Nadie hubiera imaginado que,
veinte años después, homenajearíamos a las víctimas provistos de mascarillas e
hidrogel. Porque la pandemia nos pilló tan de improvisto como aquello. O no.
SUSANA GISBERT
Fiscal
y escritora (@gisb_sus)
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